MARTA REVILLA
«Mi hijo no comprende
el significado de una sonrisa»
No empezó a hablar con un «papá» o «mamá». Pasó de no decir ni una palabra a construir frases coherentes de un día para otro. Con cinco años era capaz de hacer puzzles de cientos de piezas a una velocidad vertiginosa. A los seis, se obsesionó con Egipto y los faraones, luego fue el espacio, la química y los programas informáticos. Incluso, es capaz de leerse un libro de ‘Harry Potter’, de doscientas páginas, en una sola tarde. Demasiado para un niño de su edad. Pero no fue esto lo que puso en alerta a su madre, Marta Revilla.
Las visitas al pediatra empezaron cuando su hija pequeña le explicó lo que su hermano mayor hacía durante el recreo en el colegio. «No jugaba con nadie, se dedicaba a dar vueltas alrededor del patio», recuerda.
Tras una serie de malas experiencias con los especialistas (le diagnosticaron depresión), una doctora de la Residencia de Cantabria encontró el problema: su hijo padecía el síndrome de Asperger, un transtorno que le impide relacionarse con la gente y comprender el lenguaje corporal y el doble sentido de las palabras. «Mi hijo no entiende el significado de una sonrisa o de una mirada», explica Marta.
Por ejemplo, si un niño con este problema no hace los deberes y el profesor le dice: «¿Se ha comido el perro la tarea?», el joven no lo entenderá porque sólo entiende las palabras literalmente. «Ni tengo perro ni los perros comen papel», pensará.
«La etapa en la que lo detectamos fue dura, el ambiente en el que vivía mi hijo era de tristeza. Nos enteramos de que en el colegio era el centro de las burlas de sus compañeros, y los profesores aseguraban que sólo era un inadaptado», recuerda Marta.
Ahora las cosas van mejor. El joven recibe clases en un Instituto de Santander, acude a sus sesiones con los especialistas y va mejorando poco a poco. «Antes, cuando se ponía nervioso se daba golpes en la cabeza. Ya no lo hace. Antes, nunca te miraba a los ojos, ahora lo intenta», dice su madre.
Pero sigue siendo distinto, y eso no cambiará nunca. Su manera de pensar y entender el mundo es diferente: cuando tiene descanso en el Instituto se mete a la biblioteca. Todos los días. Habla de una manera muy pedante porque usa las palabras exactas, y no tiene tono, «habla como un robot», señala Marta, quien tiene esperanzas de que en el futuro su hijo pueda llevar una vida independiente. «Le intentamos dar las herramientas para que sepa como relacionarse, cómo tener amigos, si es que quiere tenerlos», apunta.
MACARENA PUERTA
«Sé que mi hijo nunca va a entender el mundo»
«Supe que mi hijo tenía autismo cuando me percaté de que nunca había jugado a los indios y los vaqueros», explica Macarena, madre de un niño de 3 años con este transtorno. Y es que los afectados de autismo no tienen juego simbólico, como le explicó una especialista. Los otros síntomas son incomunicación y falta de lenguaje. Su hijo también los cumplía.
Los principios, como en todos los casos, fueron duros. «Si bebía agua era porque nos acordábamos nosotros. Él nunca nos pedía nada de nada», recuerda. A esto se unió la mala labor de un psiquiatra «obsesionado por el psicoanálisis», pero el joven no había sufrido ningún trauma. «Yo llegaba de llevar al colegio a mi otra hija, me sentaba frente al teléfono y decía ‘a ver a quien llamó para que me ayude’», explica Macarena. Hasta que en su camino se cruzó la asociación Andares.
Sorprendentemente, esta madre reconoce que se siente «afortunada». «Suena raro, pero creo que he tenido suerte porque mi hijo tiene una personalidad tranquila, es muy cariñoso, risueño…, aunque mi hijo nunca va a entender el mundo», dice. Toda su vida será dependiente, «ya le hemos dicho a su hermana que cuando su padre y yo faltemos tendrá que ocuparse de él».
MARÍA ANTONIA MAGALDI
«Mi hijo no tiene memoria
para las palabras»
«Imagina que te sueltan en una calle de China. No entiendes nada ni puedes hablar con nadie. Pues eso es lo que le pasa a mi hijo de 5 años», explica María Antonia, madre de un afectado por disfasia, un transtorno que afecta a la adquisición del lenguaje durante toda la vida.
Este joven, cuando alguien le habla, sólo escucha una jerga ininteligible porque su cerebro no puede ordenar ni comprender los fonemas del lenguaje oral. En este caso, por tanto, su incapacidad para mantener relaciones sociales es una consecuencia, no un síntoma.
María Antonia pone un ejemplo. «El otro día iba por la calle y me tropecé. Él empezó a reirse y yo dije ‘No me hace gracia, no me río’, y él dijo ‘sí, río, vamos, vamos’. Sólo entendió esa palabra, y no con el significado que tenía».
La disfasia le fue detectada con dos años, después de que sus padres notaran comportamientos extraños «Era completamente autónomo. Por las mañanas se levantaba, se subía encima de las sillas para llegar a la nevera, se ponía el desayuno y encendía la tele. Para él era más fácil eso que decir ‘comida’», recuerda María Antonia. «Le quitamos las sillas para obligarle a que hablara con nosotros, pero empezó a usar los cajones de la mesa como escalera», explica.
Poco a poco, su hijo comprende más palabras y es capaz de pronunciar alguna de ellas, pero se encuentra con un problema añadido. No tiene memoria para las palabras. «El otro día jugábamos con una flauta, y le pregunté cómo se llamaba ese objeto. Él sabe lo qué es, cómo funciona y para qué sirve, pero me dijo ‘¿collar?’. Su cabecita fue capaz de encontrar la palabra», señala.
María Antonia está «muy orgullosa» del colegio al que asiste su hijo, el Virgen de Valencia de Renedo. Desde el conserje, hasta los profesores, pasando por el personal de cocina y sus propios compañeros, «todos le quieren mucho y trabajan en equipo para ayudarle».
Ella prefiere no mirar al futuro porque «agobia un poco». «Es un proceso lento y preferimos no marcarnos grandes metas, pero estoy muy orgullosa de él. Antes su mundo era un caos y ahora existe un orden», dice con satisfacción. Tampoco se preocupa por el origen del transtorno, «no sé si es genético o neuronal, lo importante es ir funcionando día a día»
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